Que mi compañero no es normal de todo se nota al primer
vistazo. Justo hoy hace dos semanas que vine a visitar la casa y recuerdo bien
esa mirada esquiva. Un jardincillo descuidado flanqueaba la entrada y sobre una
puerta originariamente blanca destacaba la roña. El timbre había sido
desmontado, así que golpeé para llamar. Según abrió, el tipo ya me pareció un
completo perturbado. Me hablaba torciendo la cabeza y hasta medio cuerpo, con
tal de no cruzar nuestras miradas. Calvo, afeitado y con gafas redonditas me
recordaba vagamente a alguien que da mal rollo, pero no lograba saber quien...
Más tarde recordé: se parece un poco al nazi superchungo de Indiana Jones en
Busca del Arca Perdida. Vaqueros raídos, vieja camiseta de la Guerra de las Galaxias y
una tarjeta identificativa colgada del cuello realzaban la sensación de que
algo no iba bien en su mollera. “Este tipo es muy raro, un psicópata sin duda”,
pensé. O bien ha sufrido un accidente o una hemiplejía que lo ha dejado medio
lisiado, a juzgar por el brazo que pegaba a su cuerpo y por su postura
encorvada y por cómo metía los pies para adentro al subir las escaleras. La
casa olía especial, a rancio en las habitaciones y a algo que interpreté como
diversas variedades de moho en la cocina. La cantidad de cachivaches
(altavoces, CDs, cables, aspiradoras, herramientas de jardinería) y papeles
tirados por el suelo que entorpecían la visita le añadían un extra y apuntaban
a un incipiente síndrome de Diógenes.
La habitación que alquilaba era algo pequeña, las paredes de
un beige sucio mal pintado y aderezadas con manchas diversas. Faltaban las
cortinas, la silla de oficina estaba en dos mitades tirada por el suelo y había
papeles y panfletos de Avón sobre un armarito de esos tipo Ikea. "Si me
das una respuesta antes del martes te lo bajo a 70 por semana", dijo él.
Le miré, sopesando el riesgo. Era como de mi estatura aunque un poco
contrahecho, en un ataque frontal creo que andaríamos a la par, quizás podría
batirle. "Tengo que pensármelo", le dije. Salí a la calle y volví a
respirar aire fresco. Comencé a caminar deprisa, maquinando, decidiendo. No
había avanzado cincuenta pasos y ya me había dicho a mí mismo que sí, que esa
sería mi casa. Di la vuelta para hablar con el tipo. Estaba ensimismado en el jardín
trasero recogiendo algo del suelo. Le llamé y le confirmé mi estancia por seis
meses. En el vestíbulo saqué cien libras del bolsillo a modo de fianza y él
abrió la puerta de su saloncito para darme un juego de llaves. Y ahí es cuando
vi, estupefacto, el cristo inenarrable que albergaba su morada. Papeles,
bolsas, propaganda, ropa, platos, botellas, cintas, cedés, revistas, todo
andaba tirado por el suelo y por encima de los muebles. No había un solo
centímetro al descubierto. ¡Diógenes era un aficionado en comparación con este
pájaro! Salí de allí medio temblando, pensando que me había precipitado una vez
más. Volví a Liverpool, cené, charlé y poco a poco recobré la calma.
Al día siguiente llevé todo a la casa. Cuando regresé por la
noche mi compañero ya había colgado unas misérrimas cortinas grises que
recalcaban su desprecio por las cosas bien hechas. Recoloqué las cortinas,
extendí el saco sobre el colchón sucio y me tumbé, iluminado por una lámpara
deprimente cuya pantalla robaba la poca luz de una bombilla de cuarenta vatios.
A la mañana siguiente retorcí los cables intentando quitar la bombilla y cause
un cortocircuito que dos días más tarde literalmente hizo saltar la lámpara por
los aires. Me dijo que no volviera a tocarlo y que en dos días vendría un técnico.
Dos días después dijo que en una semana o así vendría el electricista. Y hace
tres comentó que tardaría unos diez días en tener luz en el techo de mi
habitación. Dudo mucho que vuelva a tener luz en el techo. Mientras tanto he limpiado y reorganizado la habitación, he
arreglado la silla y he remodelado la mesa. Un par de lámparas me iluminan
mientras escribo y un ambientador hace que el aire resulte más respirable.
Limpiar la cocina me llevó el fin de semana entero porque quitar la grasa de la
encimera y el moho bajo el escurreplatos que mi compañero había atesorado
durante años no fue fácil. Retirar el comedero de los gatos, tan sucio que hasta
ellos rechazaban la comida que en él quedaba, fue un acierto en cuanto a olor y
salubridad. Fregar el suelo con estropajo sirvió para quitar la mayoría del
tomate y la mugre que lo adornaban. He puesto otra bombilla en la cocina y en
el salón he amontonado los cachivaches en lugares estratégicos, permitiendo la libre
circulación. Ahora el sitio es todo un hogar.
| Panorámica del saloncito donde pasa las horas |
No me lo puedo creer, sólo espero no verte en la sección de sucesos de algún newspaper. Bueno 6 meses pasan volando, ¿no?
ResponderEliminarConfiesa que te has buscado esa casa para no recibir visitas en esos seis meses.
ResponderEliminarClaro que no! Estáis todos invitados. Es más, igual hasta cobro entrada por poder disfrutar de este hermoso espectáculo de la degradación humana
EliminarJoder así que es endémico. Me recuerda un poquito a mi compa de piso en Irlanda. Pero que conste que a mi no me acojonas. Ya puedes desinfectar un poquito de suelo para enero o febrero que voy para allá, oki?
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