sábado, 30 de noviembre de 2013

Pulgas de gato y penes con pinchos

¡Tengo pulgas! No, no me malentendáis, no es una exclamación de indignación sino de profunda alegría. ¡Qué gran noticia, son pulgas! Ya me estaba poniendo en lo peor, pensando que los bichos que me picaban por las noches fuesen chinches de las camas que habitaban mi somier. Los chinches son muy jodidos de eliminar y de unos años para acá hay un rebrote por todo el mundo. Pero no, ayer me encontré una maravillosa y diminuta pulga de gato caminando cual funambulista entre los pelos de mi pierna. Como están adaptadas a moverse entre el denso pelaje mamífero, las pulgas son muy aplanadas por los lados y, al caminar sobre superficies lisas como la piel humana, mantienen difícilmente el equilibrio y es gracioso verlas inclinarse temerariamente a cada lado con cada pasito que dan.

El caso es que el gato de mi compañero de piso tenía tantas pulgas que se ve que alguna se le ha escapado y ha acabado en mi habitación. Una vida desgraciada para las pobres pulgas porque, aunque los humanos estemos calentitos y produzcamos el dióxido de carbono que tanto las atrae, no les suele gustar mucho nuestra sangre. Picar pican, prueban la sangre humana pero añoran la gatuna, porque por lo visto a la nuestra le falta algún nutriente apropiado para completar con facilidad su ciclo vital. Son un poquitín escogidas ellas.

Tras dejarle una educada nota informativa, mi compañero le ha echado espray anti-pulgas al gato y me ha comprado a mí otro para que rocíe la moqueta. Las moquetas, no solo producen bolitas, sino que son un auténtico paraíso para que las pulgas pongan sus huevos y para que sus larvas crezcan fuertes y sanas, alimentándose de los restos de piel muerta de sus caseros. Dada la dejadez de muchos de sus habitantes, la superabundancia de gatos y la manía de poner moqueta en todas partes, no solo está toda Inglaterra llena de bolitas, sino que probablemente también esté toda llena de pulgas de gato. Ahora a ver si el espray funciona apropiadamente y me libro de esta plaga.

Vistos los párrafos anteriores, está claro que me tira la entomología. Es más, tengo la suerte de vivir de ella y es justamente lo que estoy haciendo estos meses por Inglaterra. Concretamente estoy clasificando escarabajos capturados por mi jefa durante su estancia en Canadá. Para identificar a estos insectos hay que fijarse mucho en su morfología y particularmente en la de sus genitales. Sí señores, me temo que soy una especie de microurólogo. Me gustan tanto tanto los bichos que, como última muestra de respeto, tras envenenar y masacrar a una inmensidad de ellos y discriminar y desechar a una buena parte, me toca profanar los cadáveres de unos pocos elegidos arrancándoles sus penes para observarlos minuciosamente bajo la lupa. Lo mío, lo de muchos entomólogos, es una especie de fetichismo necrozoófilo. Le dedico cuarenta horas a la semana a una masiva y quitinosa orgía de microcastración post-mortem.

Y es que sus penes son muy curiosos. Los hay afilados y romos, o con dos piezas que recuerdan a un pico de pájaro, con tubérculos sensores que parecen dientecitos, con el extremo en forma de punta de flecha, con una paleta a cada lado... Parece un auténtico catálogo de consoladores sadomasoquistas en miniatura. En su interior se alberga el saco copulador, una especie de bolsita donde acumulan el esperma y que, como decía un profesor mío, “se da la vuelta ¡como un guante! dentro de la hembra ¡para fecundarla!”. El saco copulador suele tener dientes que le sirven al macho para retirar el semen depositado por los anteriores pretendientes y así aumentar sus posibilidades de ser él el que fecunde. Se las saben todas.

En definitiva, como decía una amiga, cada pene es un mundo. Y en este caso es bien cierto, puesto que es lo que me permite distinguir muchas veces entre especies por lo demás muy parecidas. Hay que añadir, en aras de la igualdad de género, que, aunque en los escarabajos que  identifico ahora las diferencias las marcan los genitales masculinos, en otros grupos son las estructuras femeninas las que divergen. Son las espermatecas, unos diminutos tubos como de vidrio soplado y de hermosa y retorcida forma donde las hembras guardan el esperma de sus amantes, lo que sirve para diferenciar entre especies.


Cuentan que Haldane, un famoso genetista, dijo en más de una ocasión que “Dios, si es que existe, tiene una gran predilección por los escarabajos” refiriéndose a su inmensa diversidad. Yo añadiré que Dios, si es que existe, no sólo tiene predilección por los escarabajos sino especialmente por sus genitales y que ¡es un cochino y un vicioso!

Mis bichos bajo la lupa.


Un pene con punta en forma de flecha y con el
saco copulador, lo negro, en su interior.
Pene con el saco copulador fuera, ampliado arriba a la
derecha. En la imagen ampliada se ven a cada lado los 
cepillos, más oscuros y llenos de pinchitos, con los
que retirar el semen de los anteriores pretendientes.

viernes, 25 de octubre de 2013

Mi compi de piso es especial

Que mi compañero no es normal de todo se nota al primer vistazo. Justo hoy hace dos semanas que vine a visitar la casa y recuerdo bien esa mirada esquiva. Un jardincillo descuidado flanqueaba la entrada y sobre una puerta originariamente blanca destacaba la roña. El timbre había sido desmontado, así que golpeé para llamar. Según abrió, el tipo ya me pareció un completo perturbado. Me hablaba torciendo la cabeza y hasta medio cuerpo, con tal de no cruzar nuestras miradas. Calvo, afeitado y con gafas redonditas me recordaba vagamente a alguien que da mal rollo, pero no lograba saber quien... Más tarde recordé: se parece un poco al nazi superchungo de Indiana Jones en Busca del Arca Perdida. Vaqueros raídos, vieja camiseta de la Guerra de las Galaxias y una tarjeta identificativa colgada del cuello realzaban la sensación de que algo no iba bien en su mollera. “Este tipo es muy raro, un psicópata sin duda”, pensé. O bien ha sufrido un accidente o una hemiplejía que lo ha dejado medio lisiado, a juzgar por el brazo que pegaba a su cuerpo y por su postura encorvada y por cómo metía los pies para adentro al subir las escaleras. La casa olía especial, a rancio en las habitaciones y a algo que interpreté como diversas variedades de moho en la cocina. La cantidad de cachivaches (altavoces, CDs, cables, aspiradoras, herramientas de jardinería) y papeles tirados por el suelo que entorpecían la visita le añadían un extra y apuntaban a un incipiente síndrome de Diógenes.

La habitación que alquilaba era algo pequeña, las paredes de un beige sucio mal pintado y aderezadas con manchas diversas. Faltaban las cortinas, la silla de oficina estaba en dos mitades tirada por el suelo y había papeles y panfletos de Avón sobre un armarito de esos tipo Ikea. "Si me das una respuesta antes del martes te lo bajo a 70 por semana", dijo él. Le miré, sopesando el riesgo. Era como de mi estatura aunque un poco contrahecho, en un ataque frontal creo que andaríamos a la par, quizás podría batirle. "Tengo que pensármelo", le dije. Salí a la calle y volví a respirar aire fresco. Comencé a caminar deprisa, maquinando, decidiendo. No había avanzado cincuenta pasos y ya me había dicho a mí mismo que sí, que esa sería mi casa. Di la vuelta para hablar con el tipo. Estaba ensimismado en el jardín trasero recogiendo algo del suelo. Le llamé y le confirmé mi estancia por seis meses. En el vestíbulo saqué cien libras del bolsillo a modo de fianza y él abrió la puerta de su saloncito para darme un juego de llaves. Y ahí es cuando vi, estupefacto, el cristo inenarrable que albergaba su morada. Papeles, bolsas, propaganda, ropa, platos, botellas, cintas, cedés, revistas, todo andaba tirado por el suelo y por encima de los muebles. No había un solo centímetro al descubierto. ¡Diógenes era un aficionado en comparación con este pájaro! Salí de allí medio temblando, pensando que me había precipitado una vez más. Volví a Liverpool, cené, charlé y poco a poco recobré la calma.

Al día siguiente llevé todo a la casa. Cuando regresé por la noche mi compañero ya había colgado unas misérrimas cortinas grises que recalcaban su desprecio por las cosas bien hechas. Recoloqué las cortinas, extendí el saco sobre el colchón sucio y me tumbé, iluminado por una lámpara deprimente cuya pantalla robaba la poca luz de una bombilla de cuarenta vatios. A la mañana siguiente retorcí los cables intentando quitar la bombilla y cause un cortocircuito que dos días más tarde literalmente hizo saltar la lámpara por los aires. Me dijo que no volviera a tocarlo y que en dos días vendría un técnico. Dos días después dijo que en una semana o así vendría el electricista. Y hace tres comentó que tardaría unos diez días en tener luz en el techo de mi habitación. Dudo mucho que vuelva a tener luz en el techo. Mientras tanto he limpiado y reorganizado la habitación, he arreglado la silla y he remodelado la mesa. Un par de lámparas me iluminan mientras escribo y un ambientador hace que el aire resulte más respirable. Limpiar la cocina me llevó el fin de semana entero porque quitar la grasa de la encimera y el moho bajo el escurreplatos que mi compañero había atesorado durante años no fue fácil. Retirar el comedero de los gatos, tan sucio que hasta ellos rechazaban la comida que en él quedaba, fue un acierto en cuanto a olor y salubridad. Fregar el suelo con estropajo sirvió para quitar la mayoría del tomate y la mugre que lo adornaban. He puesto otra bombilla en la cocina y en el salón he amontonado los cachivaches en lugares estratégicos, permitiendo la libre circulación. Ahora el sitio es todo un hogar.

Y respecto a mi compañero, pues nada, ahí sigue trabajando a ratos y bebiendo cada día en soledad, tirado en su saloncito rodeado de mierdas diversas. Cuando tiene el puntillo es muy majo, sonriente y se acerca para hablar y cuando se pasa con el vino y el whisky trata de esconderse y sube las escaleras con dificultad o queda inconsciente con la tele a toda hostia o con un insoportable despertador sonando a su lado de manera constante. Se echa siestas a cualquier hora a causa de la ebriedad, ahora está en medio de una. En su afán por destruir el mundo se baña una o dos veces al día en vez de ducharse, deja la tele y las luces encendidas por costumbre y a menudo también deja la calefacción funcionando toda la noche. Ahora ha traído una perrita llamada Kia que le cuida a algún amigo, y es un primor oirle decir "good girl" y ver como se la lleva de paseo, siempre que no esté borracho e inconsciente, claro. Debo reconocer que es un chico majo y que tal vez no sea un perturbado, sino simplemente una persona tímida e introvertida que se refugia un poquito de más en el alcohol. Una persona amable, de mirada perdida, "despreocupado" en lo que a higiene y orden mínimo del hogar se refiere. Un treintaymuchos que viste camisetas de Adidas con las letras salpicadas de sangre y que guarda vestidos como de princesa o de fiesta de graduación en un armario destartalado y sin puertas en ese huracán de máxima entropía que es su habitación. Ay, ¿Y quién soy yo para juzgarlo?


Panorámica del saloncito donde pasa las horas